El paisaje en la mirada
Catalina Valdés
El paisaje no existe por sí mismo: se construye en la mirada. Es una producción simbólica, una imagen subjetiva que emerge de la contemplación de la naturaleza. Ésta, que desde siempre ha despertado la creatividad humana, toma forma de paisaje hace relativamente poco tiempo. La metamorfosis se fue dando a medida que la ciudad fue creciendo, puesto que paisaje y ciudad son dos caras de una misma moneda: la del desarrollo de la sociedad urbano-agrícola en la que hoy vive la mayor parte de la humanidad. Campo y ciudad se llama, precisamente, el libro en que el historiador galés Raymond Williams (1973) recompuso esta historia. Cuando todavía campo y urbe no estaban del todo delimitados, la imagen artística de la naturaleza era la Arcadia o el Edén, espacios ideales que expresaban la bucólica utopía de un medio generoso que ofrece sustento y reposo, apareciendo más como un jardín o un decorado teatral que propiamente como espacio natural. A medida que la tierra pasa a manos de terratenientes y su uso se va intensificando, el trabajo agrícola va adquiriendo la organización propia del sistema capitalista, modificando muchísimas cosas y a la propia naturaleza entre ellas. La frontera entre campo y ciudad se evidencia cada vez más y el flujo de desplazados de uno a otro no ha cesado hasta el día de hoy, formándose en el linde una enorme zona marginal. A mediados del siglo XIX, algunos artistas, sujetos urbanos pero también viajeros, hicieron de puente entre un mundo y otro. La ciencia, que tampoco era ajena a este proceso, ejerció también de mediador. Así, desde los orígenes de la ciudad moderna, arte y ciencia se desarrollaron como dos vías complementarias de conocimiento del mundo natural. Esta alianza es muy significativa para la historia americana, puesto que durante los siglos XVIII y XIX, innumerables expediciones que agrupaban a científicos y artistas recorrieron el continente. Con ellos, la ilustración científica de miles de especies de fauna y flora, retratos de la sociedad colonial o recién independiente y de pueblos indígenas así como también vistas de puertos y de ciudades, planos de edificios, mapas y paisajes, recorrieron Europa en álbumes “pintorescos” y revistas de gran popularidad. Para cuando el pintor alemán Johann Moritz Rugendas llegó a Chile en 1834, el proceso de modernización urbana ya se había consolidado en las principales ciudades de Europa y se estaba echando a andar en las capitales de las jóvenes naciones americanas sobre los cimientos de la ciudad colonial. Había, sin embargo, mucha naturaleza virgen por descubrir y ese fue uno de los objetivos de Rugendas, que además de ser uno de los artistas más influyentes de la historia del arte regional, fue un empedernido aventurero y antes de venir a Chile ya había recorrido buena parte de Brasil. Santiago era para ese entonces una pequeña ciudad, que el pintor alemán fue viendo crecer, puesto que partió y volvió a ella recorriendo el país hasta 1845, año en que salió definitivamente rumbo a Perú, Bolivia y más tarde de vuelta a Europa. Esta hermosa acuarela monocroma parece sintetizar este proceso de modernización urbana. Representa el entorno del Cerro Blanco, zona que en esos años constituía la periferia poniente de la capital, y da cuenta de una naturaleza ya intervenida por la mano del hombre, pues de este cerro se extraía la piedra para buena parte de las construcciones de Santiago. Al mismo tiempo, no es más que manchas más o menos consistentes de color sepia sobre un papel blanco. La habilidad de dibujante, la mirada experta y la sensibilidad de Rugendas se conjugan para componer un paisaje simple y complejo como la propia naturaleza que representa. Pero es la figura humana del primer plano, de espaldas al pintor y a nosotros, lo que me parece provocar la síntesis. Vestido sencillamente y con chupalla, sentado sobre lo que parecen aperos del caballo o una pila de mantas, el hombre, quizás el guía de Rugendas, mira el cerro, el cielo y la tierra que se extiende frente a él convirtiendo todo eso en algo más que piedra, monte y pradera: es el paisaje generado por una mirada reflexiva… estado de espíritu cada vez más raro en la ciudad.