Miriñaques

Soledad Chávez Fajardo

El 8 de diciembre de 1863 a las 19:45 más de 2.500 personas, en su mayoría mujeres, mueren quemadas en una de las grandes catástrofes de la historia de Chile: el incendio de la iglesia de la Compañía. Una tragedia en lo que era el punto de encuentro religioso de la aristocracia criolla. Precisamos: de las mujeres aristocráticas. Un grupo no menor de ellas, devotas y autodenominadas hijas de María formaban parte de La Hermandad de la Virgen y, entre sus prácticas, estaba la de comunicarse directamente con la Virgen, mediante un discreto sistema epistolar facilitado por un buzón instalado en la puerta de la iglesia. El mes de María, celebrado entre el 8 de noviembre y el 8 de diciembre, debía coronarse con una magnífica misa. Martina Barros de Orrego describe la escena como un altar lleno de luces, velas, tules, oropeles y flores enceradas. Saturación extrema. No solo de ornamentos sino que de feligreses. La iglesia se atestó no solo de las Hijas de María, sino que del Santiago de la época en toda su transversalidad. No hay que olvidar que la Iglesia de la Compañía era el centro devoto de moda en los plazos. La mezcla nefasta de tules y flores enceradas, concentrada en el altar, dio paso a un fuego que no paró hasta quemar por completo la iglesia. El pánico y la desesperación de los marianos hicieron un cuello de botella en la puerta de salida, obstruyéndola y carbonizando a las devotas. Aquí sí se puede hablar de una escena dantesca, tal como lo muestra el grabado. Fuera de la desesperación de miles de mujeres de todas edades y estratos hay que señalar que las prendas de vestir fueron un escollo al momento de huir del fuego. El miriñaque o crinolina fue el resultado, a mediados del siglo XIX, del perfeccionamiento del vestido femenino. Del guardainfante del siglo XVI, cuyo exceso de enaguas y alambres imposibilitaba el paso por las puertas, se pasó al tontillo durante el siglo XVII, igual de amplio pero algo más liviano gracias a los aros de ballena con el que se confeccionaba. Sin embargo, el rococó dieciochesco llevó a ampliarlo a extremos sorprendentes para ser, una vez más, una prenda incómoda. El miriñaque fue perfeccionándose a lo largo del siglo XIX, y consistía en una estructura ligera formada por aros de metal que mantenía la amplitud de las faldas sin el peso entorpecedor. A la fecha de la desgracia, era la prenda de moda. Sin embargo, volviendo a la escena de nuestro grabado, la huida desesperada hacia la puerta de la iglesia debe haber sido entorpecida por la acumulación extrema de miriñaques, chales y pequeñas alfombras (al no existir sillas, las damas las portaban para sentarse sobre ellas). En efecto, tal como sucedió con los antecesores guardainfantes y tontillos, el miriñaque también creció desproporcionadamente y era sinónimo de estatus llevarlos en tamaño desmesurado. Algo que debe haberse percibido, sobre todo entre las devotas de la alta sociedad. El historiador de la moda James Laver (1968) habla de la imposibilidad de entrar dos mujeres juntas a una misma habitación si portaban este tipo de miriñaque. Con este comentario podremos imaginar qué sucedió con la estampida hacia la puerta de la iglesia ese 8 de diciembre: las mujeres no solo murieron carbonizadas, sino que aplastadas, unas sobre otras al tropezar con los faldones. El miriñaque, entonces, “da a decir” en términos de Barthes, cuando instala la pregunta etnológica (¿Cómo se vestían las mujeres? ¿Qué complicaciones puede traer el uso de un miriñaque? ¿Cómo debe ser tratar de huir de un peligro con uno puesto?) y el punctum de la imagen, siguiendo la lógica barthesiana, sería la mujer que arde en llamas, en el centro inferior del grabado: esa imagen da cuenta de todo: la devota, engalanada por el día de la Virgen, arde en llamas, fuera del lugar del siniestro. El acontecimiento hace referencia, además, de un resultado, cual cadena metonímica: la fundación de la Compañía de Bomberos de Santiago. No hubo deudo en el Santiago de diez mil habitantes de 1863 que se escapara del incendio. Viudos, huérfanos, hermanos de cada hogar acudieron al llamado que se hizo en el diario El Ferrocarril a días del siniestro. Ser bombero de la primera compañía fundada en la capital implicaba un recordatorio perenne frente a la memoria de alguna mujer amada.