¿Ultracorrección?
Soledad Chávez Fajardo
Podríamos pensar que ese atahudes es una falta de ortografía, una ultracorrección donde la h sobra. Sin embargo, era usual encontrarla en autores como José Zorrilla o Leandro Fernández Moratín. Sin ir más lejos, en la crónica Cautiverio feliz, del chileno Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, leemos: “y con los azadones ahondan todo lo que es menester, si bien no hacen más de ajustar unos tablones que sirven de atahud”. Son las variaciones que puede tener una palabra hasta que el uso de una variante o la imposición de una norma deja de lado uno en pos de otra. Cosas de la lengua a fin de cuentas. Cosas, además, de los viajes que ha tenido una palabra. En efecto, ataúd tiene un origen remoto como pocas. Ataúd viene del egipcio, ni más ni menos. Son las palabras con historia, con un largo recorrido: del egipcio ḏb’t la palabra pasó al hebreo tēbāh, de allí al arameo tēbūtā, para instalarse en el árabe hispánico como attabút y, finalmente, ingresar al caudal léxico hispánico como ataúd. Un largo, larguísimo camino de miles de años. Esta fotografía, la cual cierra el Álbum del Santa Lucía de Vicuña Mackenna, debe su nombre a una metáfora, ya que las piedras se asemejan a los ataúdes: “(…) los sarcófagos de la muerte que están allí vecinos que parecerían los colosales féretros de la familia de gigantes”, escribe Vicuña Mackenna con su prosa característica. En 1874 un objeto como el ataúd no era usual, ya que los muertos solían enterrarse amortajados. Precisamos: vestidos con atavíos religiosos y amortajados. El higienismo, praxis necesaria frente a tanta epidemia y mortandad evitable, entra con fuerza durante las dos últimas décadas del siglo XIX con una serie de medidas transversales. Instala, por ejemplo, el ataúd como objeto de salubridad: el cementerio alejado del centro de la ciudad y el ataúd como objeto que alejaría los temidos miasmas. Interesante es que con esta fotografía una vez más recordemos la muerte como tema fundante dentro de la reflexión fotográfica. La muerte cerrando el álbum de Vicuña Mackenna tal como la entiende Barthes: como esa muerte asimbólica, al margen de la religión (vemos metáforas de ataúdes, pero ninguna alusión religiosa, ninguna marca cultural). El busto al costado, difícil de distinguir, nos lo precisa el mismo Vicuña Mackenna: es Luis Cousiño. Un homenaje póstumo a la fecha de la fotografía. Muerte una vez más, una tautología. La temática de esta fotografía, por lo tanto, engloba esa “inmersión brusca en la muerte literal” que señala Barthes. Retomemos: Santa Lucía, su renovación, ataúd, higienismo, alegoría a la muerte. Claves de esta escena. Todas llevan a la renovación dentro del plan del inquieto intendente Vicuña Mackenna. Para él, este lugar es “uno de los paisajes más románticos del Paseo de Santa Lucía”, un comentario para nada fortuito si se piensa que su proyecto urbanístico tuvo como fuente de inspiración el romanticismo europeo en su faceta pintoresquista, fundamental dentro de la jardinería y de la arquitectura paisajista. Tal como señala Javier Arnaldo y como se puede comprobar en las obras del cerro, se da una compleja planimetría que une naturaleza exuberante con elementos arquitectónicos y ornamentales (rocas y busto). El escritor costumbrista Daniel Barros Grez en 1881 describe acertadamente lo que logra el pintoresquismo en las renovaciones del Cerro Santa Lucía: “El arte ha ido allí a auxiliar a la naturaleza; y auxiliado también por ella misma, ha convertido las rocas en estatuas”. Rocas cual ataúdes, ataúdes cuales marcas elegíacas ante un busto de un muerto. Asaltan preguntas: ¿Encontraremos los ataúdes hoy? ¿Estarán en algún lugar del cerro? ¿Ese cartel con esa supuesta ultracorrección? ¿El busto? Frente a la duda sólo queda recorrer el cerro, cuales detectives, para ir en búsqueda de los gigantes y sus guarniciones.