Entre la sublimación y el desgano
Amarí Peliowski
Desde el cerro Santa Lucía, los techos de los edificios de Santiago parecen una alfombra, casi como si se hubiera aplicado una capa de adobe, de espesor homogéneo y de unos poco metros de altura, a la geografía poco abrupta de la capital. Mirando a lo lejos, ni siquiera se pueden distinguir los límites entre lo construido y lo natural: el paño de techos se desvanece suavemente hacia el horizonte en los campos del valle central. Incluso las rocas que sobresalen en la esquina inferior izquierda, que delatan la posición del fotógrafo en un cerro Santa Lucía aún silvestre, adquieren la misma textura puntiaguda de los tejados de tejuelas, disimulando así lo abrupto de este accidente geográfico, y mimetizándose con el plano horizontal de techos de color café oscuro. El territorio sísmico de Chile y la pobreza colonial son los factores que determinaron esta homogeneidad. Las construcciones, hasta la llegada del fierro y el hormigón armado a finales del siglo XIX, no podían superar el piso de alto por el riesgo de desplomarse con los terremotos, y el adobe, material poco costoso y útil para mantener el calor y el frescor en las distintas estaciones, fue la regla general de las construcciones hasta bien entrado el siglo XIX.
La alfombra es también regular en su dibujo, una trama de líneas rectas y ortogonales que realzan en el sentido horizontal la regularidad vertical de las alturas de los edificios. La estructura de damero trazada a cordel, aplicada en la gran mayoría de las ciudades coloniales de Hispanoamérica, estaba destinada a imponer las leyes de orden y racionalización, si no de control, a las nacientes poblaciones americanas que mezclaban a indígenas con colonizadores españoles, y en varios casos también, con esclavos de origen africano.
Tal como en las plantas americanas cuadriculadas, en esta imagen no hay curvas, no hay desorden. Los elementos más irregulares de este cuadro son los residuos de naturaleza que se desperdigan en la extensión de la vista: algunos árboles chascones y los perfiles curvilíneos de la cordillera de la costa a lo lejos. Lejos está esta vista de la superficie heterogénea y densa, con edificios altos y bajos, que vemos hoy desde el mismo cerro.
Sólo dos elementos sobresalen, rompiendo la serenidad del manto horizontal: la línea vertical de la torre de la Iglesia San Francisco, levantada entre 1595 y 1613, y el surco de la Alameda de las Delicias, paseo urbano construido unos cincuenta años antes por Bernardo O’Higgins, cuyo eje corta diagonalmente la ciudad en dos, dejando aquí entrever las fachadas de los edificios de la Alameda. Ambos son marcas indelebles en la silueta de Santiago, desde su fundación hasta hoy.
La Iglesia San Francisco se construyó por primera vez en 1575, en el lugar donde Pedro de Valdivia había determinado la erección de una ermita para venerar a la Virgen del Socorro. Después de un sismo en 1583, que botó completamente esta primera iglesia, la que hoy vemos comenzó a erigirse en 1595 y se terminó en 1613, siendo así el edificio más antiguo de Santiago que aún se conserva en pie. Luego de varias construcciones y posteriores derrumbes de la torre por terremotos, la torre se terminó de construir poco antes de que se realizara esta fotografía, en 1857, según un proyecto del arquitecto Fermín Vivaceta. Éste fue el primer arquitecto chileno que se formó y trabajó en el país (aunque nunca recibió su título), realizador entre otras obras del Mercado Central.
La Alameda, por su parte, es el eje de circulación que siguió el recorrido de la acequia La Cañada, afluente del Mapocho. Se llamó esta vía precisamente La Cañada, entre 1541 y 1820, año en que Bernardo O’Higgins ordenara su remodelación para un paseo público y calle para circulación de carruajes, nombrándolo Alameda de las Delicias.
Esta foto fue tomada entre 1860 y 1870 por Eugène Maunoury, fotógrafo francés que realizó un completo álbum sobre Santiago a su paso por Chile. La composición se diferencia de otras tres fotografías que pertenecen a una misma serie de vistas desde el Santa Lucía: es la única en que la geografía de cerros y cordones montañosos casi desaparece para dar lugar a un retrato de Santiago vasto y abierto. Esta abertura hacia el poniente es una imagen poco asociada a nuestra ciudad: en fotos, grabados y pinturas, pareciera que los autores siempre se han fascinado más con observar el casi violento contraste entre las construcciones y el muro de fondo de los monumentales Andes, que mirar el lánguido y rutinario mar de casas que se extiende hacia el oeste. Sin embargo, es hacia esta dirección que Santiago ha extendido regularmente brazos de comunas y poblaciones, hacia este espacio abierto que espera pacientemente ser retratado en la belleza de su regularidad.